Fin del Mundo Bipolar

Se dice que estamos cableados distintos, hombre y mujer. Que desde nuestros ancestros hay tareas naturales y obligatorias para los primeros y tareas necesarias e inescapables a las últimas. Para ellos cazar, para ellas esperar, para ellos la calle, para ellas la casa ¿o la cárcel?… Esperar cerca del hogar con paciencia hasta que quien provee aparezca… ¿Y qué de mi si no quiero producir?

Éste dilema lo descubrí en el colegio cuando en una de las clases de puericultura a la luz tenue del retroproyector, sentí el rechazo vil y absoluto del medio que me rodeaba. Recuerdo que la profesora hablaba del aparato reproductor femenino y masculino como quien describe los sistemas político-sociales de izquierda y derecha con la absoluta certeza de que no hay nada fuera de ellos, que son el principio y el fin de todo lo que funciona en el mundo. Yo trataba de asimilar aquellas imágenes responsablemente y no como el resto de los jóvenes en mi clase, yo no reía cada vez que la diapositiva aparecía, por el contrario mis ojos se alargaban lentamente y mi boca se estiraba de oreja a oreja con total incomprensión. Quedé para siempre espantado.

Ésta fue mi primera decepción con la rigidez del bimorfismo social y la manía obsesiva que tiene el inconsciente colectivo de ubicar todo en casillas dicotómicas: es blanco o es negro, es arriba o es abajo, se es pobre o se es millonario, se es bonito o se es feo, y los que están en el medio ¡que se jodan!
A mí siempre me gustó la política ¿será porque quería que se hiciera justicia? Desde chiquito quería ser presidente del centro de estudiantes, pero siempre fui delgado y nunca suficientemente alto. Además mi tono de voz fue tenor hasta que empecé a tomar las pastillas con hormonas que me ayudaron a evitar los “gallos” idos en conferencias públicas.

Fue gracias a aquella clase de puericultura que bauticé a la mujer de izquierda Marxista y al hombre de derecha Smithsoniana. Entendía yo en aquellos días que la mujer se tenía que ocupar de la prole – cosa que nunca hizo mi madre -, de ser idealista, utópica, y de escribir las leyes del hogar. Por el contrario los Smithsonianos, tal y como mi padre me enseño, nunca estaban en casa porque había que trabajar, trabajar y seguir trabajando.

Mucho más complicada que Marx era la derecha de Smith, al menos así lo sentí mientras atravesé el dolor de la pubertad. Con ella me tocó aliarme en la escuela porque aunque hombre me veía por fuera, por dentro lo que cargué siempre fue el dolor de no encajar en ningún grupúsculo predefinido con actividades predecibles. Las peleas por el balón, las revistas porno en el baño de tercer año y el código de las bases llenas con jónron jamás formaron parte de mis deseos. En vez de producirme alegría, me dejaban consternado pensando que a esta secuencia de actos se resumiría mi vida social para siempre.

En mi época de pubertad, yo entendía al hombre a través de los ojos de Tarzán, Supermán, y de mi papá. Al hombre le tocaba producir las riquezas del hogar y competir con el resto de la manada para aparearse con la chica más guapa. Mi papá fue un medico exitoso, cirujano plástico y estético, rodeado de mujeres gloriosas la mayor parte del tiempo, una especia de Supermán moderno.

De mi madre nunca supe bien qué hacía o cómo se ganaba la vida. A ella le encantaba estar en casa siempre vestida de ropa íntima. Creo que de allí me viene el amor por la seda, los tacones con plumas los bustos perfectos y las narices coquetas. Yo fui su único retoño. Por fortuna me tocó a mí todo el cerebro que mi madre dejó de usar para estar pendiente de la estética de la depilación y que seguramente intentó marchitar con el Lexotanil que tomo antes y durante su embarazo. Una vez le oí decir “No sé que habría hecho si tu padre no fuera cirujano, menos mal que las estrías ahora son reversibles”. Aparentemente el estrés del embarazo y el efecto que yo tendría en su figura la llevaron a tomar tranquilizantes por casi ocho meses.

Fue gracias al Lexotanil que pude tener mi primera experiencia sexual solo frente al espejo conmigo mismo. El día que vi las diapositivas de los órganos más comunes, luego de clase de puericultura, corrí a mi casa sudando frío y sin más destino que el espejo del cuarto de mamá. Al llegar a casa llorando, caí en los brazos de Nana y le pedí que por favor me preparara mi postre favorito. Subí corriendo las escaleras centrales y tropecé varias veces por el pasillo hasta llegar gateando al cuarto de mi madre, tomé una pastilla y la trague sin agua.

Entre llantos y asombro y con mis manos puestas en mis genitales, lloré a los pies de la cama hasta que la pastilla comenzó a marearme. Me armé de valor y lentamente fui desvistiendo mi cuerpo delgado, primero la camisa, los zapatos, las medias, las bermudas azules y el cinturón de marinero. Quedé solo frente al espejo vistiendo el interior gris que no llenaba ni por delante ni por detrás.

Imaginé que a Superman le habría podido pasar algo similar si se hubiera envalentonado frente al espejo… ¿y qué de Tarzán? ¡El jamás se quitó esa tanga de cuero! ¿Cómo sabíamos sus fans qué cargaban éstos súper héroes debajo del calzón?… Ni hablar de mi papá, jamás lo vi desnudo ni él a mí. Todos los “hombres” podrían haber sido como yo.

Nana, quien siempre limpió mi trasero y mi delantero, guardó para siempre mis secretos corporales y mis travesuras con las pastillas de mamá. Ella llego al cuarto con mi postre favorito justo cuando tomé con fuerza ambos lados del calzoncillo gris y lo tire hacia abajo con los ojos cerrados. Poco a poco abrí los párpados y por primera vez miré y toque el saquito hípercrecido en el que cargaba dos esferas blandas y un orificio con piel que sobraba por el cual salía mi orine. Me lo agarre con fuerza y dije: Estos podrían ser los de Tarzán.

Reí y lloré hasta más no poder y volteé a ver a mi Nana rogando encontrar alguna explicación verosímil del porqué lo que sostenía entre mis manos no se parecía a ninguna de las fotos de la clase de puericultura. Sonriendo me tomó por el brazo y me dijo: “Yo sabía que este día llegaría, el día en que te dieras cuenta de lo especial que eres”. Y luego de una pausa con mirada perdida me dijo: “Hijito tu familia ha decidido no continuar su descendencia y han dejado en ti el peso de la evolución. Tú tienes un cuerpo mágico, nuevo y diferente. Yo te quiero tal cual y como eres y así te tienes que querer tu también”. Después de aquel día no volví a las clases de puericultura, y decidí que si quería disfrutar de un lugar en el mundo yo mismo tendría que hacérmelo rápidamente; antes que el resto de las familias del mundo decidieran acabar también con su descendencia.