Agua Bendita

Fue el Río Grande quien decidió que era momento de darle curso a lo inevitable. Lo que habían ignorado a la salida de la excursión, se hizo realidad en el zarpar de la embarcación que los dejó olvidados en San Francisco de Guayo.

Durante varios días disfrutaron de acompañarse en soledad utilizando el lente como interlocutor. El silencio cómplice permitió roces inesperados y largas caminatas, para encontrar la composición perfecta que describiera en imágenes el sentimiento que los inundaba. Fueron acoplándose sin prisa y sin evidencias, y sólo ellos conectaron los puntos del recorrido para ser testimonio del caos que ocurre cuando eros sorprende con destreza.

Rosana salió de Caracas con el hastío de quien se sabe sin amor. De quien sin fuerzas, pide a Dios el milagro de la esperanza para evitar que la tristeza y la apatía acaben con el alma herida. Ya cansada de intentos frustrados de enmendar la relación con su marido, decidió regalarse la oportunidad de encontrar vida fuera de casa. A pesar de todos sus problemas, Rosana encontraba en la fotografía el bálsamo para su piel herida. Era el viaje astral que le permitía ausentarse mientras los gritos y los reproches tejían telarañas en su alcoba.

Rodrigo siempre supo que la cámara lo hacía feliz. Era de aquellos hombres que iluminaba la habitación que ocupaba, de emociones contagiosas, carisma extremo y calidez de amigo incondicional. Sus ojos oscuros y manos largas, manejaban con extremo cuidado los detalles del lente y su habilidad para descubrir la belleza donde otros veían vacío, lo hizo  merecedor de halagos en múltiples ocasiones. La fotografía era la sal de su vida.

Con la brisa, el atardecer de Paraguaná y el faro abandonado al punto más norte de Venezuela, se presentó inesperado el cuadro perfecto donde por primera vez, Rodrigo y Rosana cruzaron miradas.

La caía del día cansado y el rosado amarillo de la tarde le dieron a Rosana motivos para abrir sus ojos y con ellos su lente. En la soledad de aquel desierto y con el mar entre ceja y ceja, lloró la belleza de su alma callada al mismo tiempo que Rodrigo la tomó como parte del paisaje.

Ella sintió el calor de su mirada y al voltear la sorprendió el clic enérgico de su cámara. –Discúlpame si interrumpo. Dijo Rodrigo, –Pero esas lágrimas en tu perfil sólo resaltan la nostalgia de la tarde. Rosana sonrió tímidamente y contestó: –No te preocupes, es un halago aparecer en tus fotos. Y entre agua y nostalgia se ilumino la llama que el mar no ahogó.

A medida que pasaban los días y la geografía cambiaba, Rodrigo y Rosana coincidían más en las vistas que perpetuaban. Rodrigo dejó de ver paisaje sin Rosana y en cada una de sus fotos, ella aparecía como parte de la historia. Rosana empezó a confiar en su instinto olvidado y se dejó llevar por la seguridad con la que Rodrigo encontraba belleza en medio del caos.

Así al llegar a los rápidos de Camoirán, el agua impetuosa arrastró definitivamente el pudor de sus cuerpos, y al caer la noche se perdieron sus gemidos en el sonar del río. Con el cauce se fueron el miedo y las preguntas sobre el futuro. Sus almas vibraban al mismo ritmo y la razón estuvo de paseo en los días por venir.

 Aunque sus cuerpos recorrían la tierra, sus emociones siguieron el rumbo del agua y en cada raudal, en cada codo, en cada esquina, había tiempo para besarse, acariciarse y amarse. Sus deseos crecían con los días y en San Francisco de Guayo, en el Delta del Orinoco, desembocó la inevitable tormenta que la realidad traía como reproche.

La última noche del paseo ambos durmieron desnudos bajo el ventilador en la habitación de Rodrigo. Se amaron con el ruido del techo y lloraron la posibilidad de no verse nunca más. Rompieron su promesa de no pensar en el futuro, y cansados de especular, cayeron rendidos a la espera del bote que los traería a tierra.

El despertador no sonó y la primera embarcación de regreso los dejó vistiéndose apurados en la posada. Llegaba la hora de tomar el último bote a casa cuando el motorista milagroso anunció que la llegada de la temporada de lluvia impediría el regreso seguro hasta nuevo aviso.

Rosana bendijo el río y Rodrigo susurro en su oído: –Dios volvió agua tus lágrimas.