Al final de las escaleras de caracol las barandas se deshacen con el salitre que a diario trae la brisa de la bahía. Unido al óxido del último peldaño, la alfombra marrón húmeda quizás por lluvia, donde las huellas de tacones guían el pasillo hasta los departamentos. En la alfombra queda la marca de tacones de aguja y una huella tras otra separada por poca distancia señalan el camino desde el exterior a la entrada del apartamento 41.
Detrás de la puerta cerrada, una interminable cantidad de puertas muestran sus números torcidos y algunos caídos: 35, 36, 37, 8, 39 y 40. El piso es azul y peludo, con trozos ásperos perdidos en el decolorante del tiempo.
La puerta que lleva el número 40 es más clara que las demás y sus bisagras están recién aceitadas. Sobre el lado izquierdo del marco, un porta mezuzá tallado por fuera, de metal, que lleva dentro una plegaria enrollada que reza “en esta casa entramos todos”.
La cama llena de papeles habla de excesos bancarios. Ropa sin doblar y cobijas a medio usar delatan las costumbres de quien a diario las viste. La computadora, la cocina y la mesa del comedor, la silla, la alacena y la ducha hacen juego con la única persona que habita el pequeño y recargado espacio del quinto piso. El televisor del tamaño de un maletín de mano, quedó permanentemente encendido y anuncia en un volumen inaudible las noticias de ayer.
Sobre la mesa del comedor colgado del techo, varias imágenes doradas de Buda. Acostado, sentado, alegre y vestido de rojo, resuenan tintineando con la entrada del viento desde el Este. Buda oxidado igual que las escaleras anteriores, mira con paciencia el cambio del cielo en las horas del día.
Pegados de la nevera y juntos por accidente, las imágenes de San Judas, la Divina Pastora y el Santo Niño de Atoche, forman un pesebre improvisado que convive con el resto de los imanes que enuncian “I Love NY”, “Sevilla” y “San Francisco”.
Tres pasos hacia la izquierda y el mueble de la computadora acompaña una silla morada de terciopelo que viajo desde oriente para hacer juego con la repisa en la que descansan el modem, el teléfono fijo y la portátil.
En el segundo anaquel de la repisa reposa la foto de un hombre moreno de mirada perdida y guayabera blanca; acompañada de fotos de eventos familiares en tecnicolor. Sobre la mesa en la que descansa el portátil, los peluches de tigre rosado, sapo azul y fresa parlanchina aprenden a escribir al ritmo de la música que la portátil reproduce.
El cursor comienza a titilar al final de la frase: “Si no hubiera sido porque olvidé en casa la cartera, habría tomado el tren que explotó esta mañana. Seguro fue papá quien me salvó de morir así”.



