Lagunas

Fue escuchando canciones del llano que recibí la lección con la que salí de la adolescencia para enfrentarme a la divina fuente de la libertad propia.

Jesús vestía alpargatas todo el día. Su paciencia al caminar y la dedicación al trabajo de jardinería parecían la brisa cálida que roza al estero, aquella que nunca logra quebrantar el espejo en el que se ve la luna.

Mientras su esposa se ocupaba de la limpieza de la torre, él dedicaba ritmos folklóricos a la luz de un bombillo vencido, a la lija que arranca los restos de pintura metálica, a la escalera torcida que le permitía alcanzar la maleza pegada al tendido eléctrica, olvido del servicio público, y al desagüe obstruido que su guaya liberaba cada vez que la niña del 3-A bañaba al perro y al gato en la misma semana.

Todas las mañanas despertaba alegre en su pequeño apartamento  entonando algún clásico de la música llanera venezolana: “Hoy que te vuelvo a mirar, laguna vieja voy a pedirte un favor”. Desde pequeño en su patio en Monay, en la depresión del Lago de Maracaibo, creció como llanero confundido, “criado por gochos en una planicie anegada, jamás me sentí de la montaña”, solía decir a menudo.

Un día de Junio  estando él bajo mi ventana entonó la serenata con la que podaba los rosales: “Quiero bañarme en tus aguas, me está matando el calor”. Esa frase ingenua me recordó el fin de las clases y el comienzo inevitable de estudiar la carrera que por descarte había organizado para mí una sociedad de posibilidades limitadas. Cansada de rumiar mi desdicha, decidí bajar de la congestión de mi mente y preguntarle a Jesús cuándo podría arreglar el gavetero del closet de mi madre.

“Hola Jesús, ¿cómo estás?”, pregunté. “No importa que ya no tengas aquel rostro encantador, una diadema de garzas y una linda rumazón”, me respondió abriendo los brazos porque él no sabe hablar sino en poesía. Puso su mano sobre mi hombro derecho y esperando que terminara la estrofa me preguntó cantado “al fin te añoro lagunita de mis sueños, porque también mi caballo con tus aguas se bañó. ¿Qué me le pasa niña?”.

Yo pasé unos minutos tratando de explicar algo que ni yo misma entendía. Rabia, miedo, impotencia, nostalgia…Gasté mucha energía remordiendo la desazón de mi falta de carácter para revelarme contra el mundo, y en medio de mi cómoda y tranquila vida de princesa me quejaba de lo inevitable, tenía que ir a la universidad a estudiar ingeniería.

Jesús me oía mientras cortaba el tallo de las rosas rojas, y algunos de los pétalos caían vivos en el charco que se hacía en los huecos del concreto. Sonreía mientras susurraba “son tantos años que han pasado como el viento, pero aquí dentro del pecho tengo un solo corazón”, y esperó que yo callara para decirme: “La vida es como esa laguna que yo tanto añoro, aquella que me vio crecer en la llanura de Monay y que ahora solo recuerdo cuando veo la piscina de la torre. Cambia cuando menos lo esperamos. No se desespere mija, mire que en la ribazón es que se pesca y si usted quiere seguir viviendo en esta laguna, mejor se prepara para la sequía. No sabe que la red viene sin avisar, y que si no tiene juerzas pa’ nadar, termina usted en una empanada”.

Yo sin entender me fui camino a casa pensando en que ya llegaba la hora del almuerzo. Cuando mi mama sirvió la ensalada de atún que tanto le gustaba, recordé al pez que sin fuerzas terminó preso en una lata con aceite de oliva. Me paré corriendo a la ventana y oí a Jesús que cantaba “pero se fue tu hermosura lejos sin decir adiós, la soledad ni siquiera te dejó, las huellas de mi caballo porque también las borró”.